viernes, 28 de febrero de 2014

Memorias de estado sólido, recuerdos indestructibles

Sigue a continuación una nota publicada en la edición número 53 de la revista EXACTAmente de la facultad de Ciencia Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), referida al trabajo de investigación que lleva adelante el grupo de científicos que actualmente trabaja en el proyecto MeMoSat (ver aquí).

MEMORIAS DE ESTADO SÓLIDO, RECUERDOS INDESTRUCTIBLES

Un grupo formado por investigadores de cinco instituciones públicas de la Argentina trabaja en la búsqueda de memorias informáticas cada vez más efectivas, más resistentes a las hostilidades del espacio exterior. Materiales superconductores en la mira.

Película de cuprato superconductor con depósitos de oro y platino.  
Foto: Leandro Lanosa.

Un día perfecto junto al mar. Muchas fotos, algunas se subirán a Facebook, otras se bajarán a la computadora. Ese momento que queremos guardar en el recuerdo también incluye alguna filmación con el celular. Estos ritos ya son un clásico de la playa, que tiene a sus pies gran parte del soporte de ese mundo virtual. Es que la memoria electrónica, la que se usa a diario en esos dispositivos tecnológicos, está basada en un componentede la arena, el silicio. Este material hoy permite guardar datos de todo tipo, desde imágenes familiares, hasta informes confidenciales, secretos de estado, conocimientos académicos, finanzas mundiales, mensajes de amor, y todo lo que el mundo ha producido en los últimos tiempos.

Gran parte de la actividad humana está informatizada. Cada vez se requieren equipos más veloces, con mayor capacidad de almacenamiento, más pequeños, más livianos, más resistentes a situaciones hostiles y más…La demanda es insaciable. Siempre se necesita más y más. Y el silicio parece haber llegado a su límite. 

“El silicio dio lo máximo que pudo”, señala Carlos Acha, director del Laboratorio de Bajas Temperaturas de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (Exactas-UBA). “Cada año y medio se venía duplicando la densidad de la información guardada en las memorias. Pero el avance en la compactación de memoria se está deteniendo y ya no es fácil avanzar. Se está llegando a un límite. Es por esto que se están buscando otros mecanismos y otros materiales”, agrega.

En este aspecto, coincide Marcelo Rozemberg, investigador del CONICET y profesor del departamento de Física de Exactas-UBA, quien dijo al el Cable (publicación del área de Medios de Exactas-UBA): “Desde hace años que se viene previendo la muerte de las computadoras de silicio, en el sentido de que cada vez están más cerca de su límite, no van a poder mejorar más. Entonces, surge la necesidad de buscar otros materiales”.

Ellos, junto con Pablo Levy, investigador del CONICET en la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) y un equipo de una veintena de ingenieros, químicos así como físicos trabajan en la Argentina desde hace años en hallar alternativas al silicio. “Estudiamos una tecnología emergente para realizar memorias permanentes, que pueden resultar veloces, miniaturizables y capaces de soportar ambientes adversos”, indican sobre su proyecto llamado MeMOSat que ya recibió dos distinciones nacionales. (Ver “Premios por dos” al final de la nota).

Estos científicos argentinos se suman a una inquietud mundial. “Toda la comunidad internacional plantea la necesidad de memorias distintas a las actuales. Necesitamos no sólo otro material, sino otro concepto de cómo funciona”, puntualiza Acha, y más adelante precisa: “Nosotros estudiamos un tipo de memoria, pero hay al menos diez diferentes que se están investigando y pueden llegar a ser el futuro tecnológico de la memoria flash actual”. La memoria de estado sólido con tecnología flash es la que utilizan los teléfonos celulares, cámaras fotográficas, pen drives, etcétera. Son dispositivos en los que se escribe, se guarda la escritura, y se recupera sin necesidad de movimientos mecánicos como en los discos rígidos magnéticos u ópticos. La información se maneja en forma electrónica exclusivamente, incluso en el borrado cuando decidimos descartar información y recuperar espacio de memoria.

El caso del equipo argentino es específico y tiene un objetivo preciso. “Nosotros no apuntamos a una memoria de uso popular y comercial como el de las computadoras, o las de un pen drive o un celular. Nosotros apuntamos a lo que podríamos llamar aplicaciones nicho, donde hay pocos interesados pero muy poderosos”, resalta Levy.

El desafío es grande y ambicioso. Tiene en la mira el espacio exterior (fuera de la Tierra). La consigna es lograr resguardar con éxito una gran cantidad de datos de las inclemencias del universo, durante el mayor tiempo posible, sin que ocupe demasiado espacio y pese lo mínimo e indispensable. Se trata de diseñar una memoria para ser usada en satélites.

Houston, tenemos un problema

Un hecho parecido al catalogado como “Houston, tenemos un problema”, vivió la agencia espacial norteamericana, NASA, meses atrás cuando el robot “Curiosity”, que exploraba en la zona del cráter Gale en Marte, presentó complicaciones en la memoria de la computadora. Al igual que muchas naves espaciales, este rover que se desplaza por territorio marciano lleva un par de computadoras principales redundantes para tener una copia de seguridad disponible si la otra presenta errores.

La ley de Murphy, que señala, con humor: “todo lo que puede salir mal, seguro que saldrá mal”, mostró una vez más que no sólo se cumple en la Tierra sino también en el planeta rojo. “Al aparato que está en Marte le falló la memoria, entonces comenzó a operar la computadora secundaria, a la que también le falló la memoria, porque está sujeta a una radiación importante. Los dispositivos fallan en esas situaciones”, describe Levy.

Verdaderamente hostil es el universo. A las radiaciones se le suman los cambios bruscos de temperatura. “Son ambientes con grandes saltos de temperatura según le dé a la superficie del aparato el sol o no. Puede variar 350 grados: desde 200 grados bajo cero a la noche, hasta 150 grados cuando le pega el Sol”, ejemplifica Acha.
Tener que soportar una amplitud de temperatura tan grande no es saludable para nadie, y tampoco para los equipos electrónicos. “No es raro un eclipse en el espacio, si el satélite pasa por un cono de sombra, varía bruscamente la temperatura. Hay muchas estrategias para cambiar eso. Por ejemplo, ubicar a la computadora de vuelo en un ambiente climatizado, pero esto es caro para mandar a una expedición al espacio exterior, porque resulta pesado y consume energía”, compara Levy.

No sólo el allá afuera es poco amigable, sino también el camino para llegar hasta allí es peligrosamente vertiginoso. “Estamos trabajando para que las memorias puedan soportar mejor el shock asociado al despegue de un cohete”, puntualiza Levy.

MeMOSat, Mecanismos de Memoria en Óxidos para aplicaciones Satelitales, es el nombre de este proyecto que tiene en la mira al espacio exterior, pero a largo término no descartan objetivos terrenales con ambientes altamente hostiles. “A mediano plazo –dice Levy–, nos gustaría tener memorias que sirvan en reactores nucleares, que son zonas muy inhóspitas o agresivas. También, para equipos que trabajan en áreas volcánicas con temperaturas muy altas, que requieren guardar información, y que en un pen drive tradicional se borrarían”.

Resetear o reiniciar la computadora es algo que cualquier usuario ha hecho alguna vez en su vida con sólo apretar un botón al alcance de la mano, claro que cuando esto ocurre a miles y miles de kilómetros y con equipos de alta sensibilidad que dependen de la informática, la cosa se complica. “Gente de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) nos decía que a los satélites, al igual que a una computadora, cada tanto es necesario apagarlos y volver a encenderlos porque algo se colgó en el equipo en cuanto a las unidades que procesan información. Cuando arranca todo de nuevo, se necesita que las condiciones de vuelo estén almacenadas en memorias robustas”, indica Acha.


Por su parte, Levy expresa: “Esa información vital debe estar asegurada. Son cien bits, es muy poca memoria, pero debe ser ultrasegura porque no se debe borrar, ya que por ejemplo le permite el control de la posición en que estaba orientada la antena, cuánta energía le queda, cuál es su posición, etc.”.

Grande por lo poderosa, pero no por el tamaño. “Lo que estamos investigando es un nuevo tipo de memoria bien resistente, y –en una primera etapa– queremos hacer una memoria chiquita, pero bien diferenciada”, detalla Levy.

Nicho bajo estudio

Empresas y laboratorios de todo el mundo investigan nuevos materiales y distintos sistemas para lograr memorias masivas que se usarán en el futuro para un mercado insaciable en velocidad y capacidad de almacenamiento, y con muchos clientes dispuestos a pagarlas. “El año que viene ya salen memorias basadas en el mecanismo magnético, que son memorias de estado sólido mejores que las flash que se usan actualmente”, anticipa Acha.

El equipo argentino, lejos de competir en la franja de memorias masivas, se centró en las llamadas memorias resistivas, un nicho donde consideró que podía hacer la diferencia. Aún más, tiene historia en un campo que potenciaba esta posibilidad. “Argentina se especializa en dispositivos conformados por junturas de metales con cupratos superconductores o manganitas. Esto no está muy estudiado en otros centros del mundo. Nosotros tomamos este nicho”, acota Acha.

El cuprato es un óxido de cobre, conocido y estudiado desde hace años. “Entre 1986 y 2000 –historia Acha– fue furor en el área de materia condensada donde yo trabajo. Había diez mil publicaciones por mes sobre esto. Como teníamos mucho conocimiento de ese material, empezamos a ver si podía tener un efecto de memoria, tratamos de entender cómo funciona en ese aspecto. Y así empezamos”.

Un párrafo aparte merece quien permitió dar el puntapié inicial de esta investigación. “Marcelo Rozemberg es físico teórico y nos sugirió que hiciéramos experimentos viendo si esta propiedad de la memoria resistiva existía en los óxidos que teníamos a mano”, recuerda Acha, un físico dedicado a pleno a la investigación básica.

En busca de conocimientos, a diario en distintos laboratorios de instituciones públicas nacionales, un equipo de científicos lleva distintos elementos a condiciones tales que comienzan a responder de modo diferente a lo habitual. “Así como el agua líquida pasa a ser sólida o hielo por el frío, estos materiales pasan de ser un metal normal a convertirse en superconductores por debajo de cierta temperatura”, grafica Acha, quien tiene un récord en este campo al lograr que un cuprato sometido a altísimas presiones se haga superconductor a 166 Kelvin, o sea, unos 107 grados Celsius bajo cero. Muy frío por cierto, pero no tanto como requieren otros materiales para convertirse en superconductores.

En esas salas de experimentación, metales y óxidos son combinados de modos diferentes y evaluadas cada una de sus respuestas. “¿Da lo mismo si le pongo oro o plata? Si no da lo mismo ¿podemos explicar la diferencia de comportamiento? La idea es comprender cómo funciona, qué sucede, qué cambia”, relata Acha.

En el caso del cuprato bajo estudio, los científicos armaron un jugoso sándwich. “Empezamos trabajando con pastillitas de cerámicas (cupratos). Les depositamos contactos metálicos como oro, y platinos para hacer una interface. Arriba es metal, debajo de todo es el óxido, pero hay una capita que tiene modificada todas sus propiedades por el hecho de que de un lado es metal y del otro óxido. Es lo que se dice una juntura. Tiene propiedades específicas. Muchos de los cambios de memoria tienen que ver con los cambios en esta juntura”, explica Acha.

Un respiro en la explicación y a tomar oxígeno, justamente un elemento clave en este proceso que ayuda a escribir este tipo de memoria ideada para medios hostiles. A través de pulsos eléctricos, los científicos logran mover los oxígenos que se encuentran dentro de la estructura cristalina del óxido, y llevarlos y traerlos según sus deseos. “Al aplicar un pulso eléctrico en una interface óxido-metal se puede llegar a disminuir el contenido de oxígeno del óxido. Luego se cambia la polaridad, y se trae de nuevo a esos oxígenos y ocupan los espacios que habían quedado vacíos. Así se vuelven aobtener las propiedades originales”.

¿Para qué estas idas y vueltas? “Correr el oxígeno –responde Acha– cambia el estado de resistencia y eso hace que se pueda tener un estado de alta resistencia o uno bajo. Esto se controla con un campo eléctrico suficientemente grande, o sea se lo escribe o borra y luego basta leer el estado remanente con una tensión más chiquita que no cambia la resistencia. Se lee lo que quedó sin modificarlo. Se genera un estado no volátil de resistencia, alto o bajo, equivalente a un número binario; así se guarda información”.

Una vez que fueron archivados los datos, no se requiere ayuda externa. Esto es uno de los objetivos de MeMOSAT, apuntar a producir una memoria que pueda retener información sin consumo de energía. En busca de un ejemplo con elementos conocidos, Levy lo compara con un pen drive “donde uno lo graba, pero no necesita energía para mantener la memoria. Esto es una memoria no volátil”. 

Resulta una paradoja que uno de los mayores logros obtenidos sea justamente el más pequeño en este largo proceso para dar con este tipo de memoria, que se inició en 2005. “En ese entonces, estábamos en la escala del milímetro, ahora tenemos memorias cuyo tamaño es de diez micrones, o sea que estuvimos miniaturizando. Esto es importante, porque al miniaturizar uno controla mejor el proceso de fabricación”, destaca Levy.

Carlos Acha trabajando en uno de los desarrollos del proyecto 
MeMOSat. Foto: CePro Exactas.

Cerebro electrónico

El desarrollo de esta memoria no volátil para ambientes hostiles se encuentra en pleno proceso de experimentación. Uno de los desafíos a enfrentar es probar los dispositivos diseñados, en situaciones de alta radiación. “Veremos si en esas condiciones lo que pensamos que va a pasar, ocurre en realidad”, plantea Acha, quien enseguida añade: “Estamos arrancando y hay muy buenas posibilidades, pero es un camino largo”.

Mientras investigan si esta memoria es a prueba de agresiones extremas como las que ocurren en el espacio exterior, este estudio abre la cabeza en otro sentido. “Si alguna vez se quiere hacer algo parecido a un cerebro humano, pero electrónico, se tiene que hacer con este tipo de dispositivo porque el comportamiento es muy parecido al que se ve a nivel biológico en la sinapsis o conexión de las neuronas”, sugiere Acha.
“Cuando uno va aprendiendo, las neuronas reciben estímulos que refuerzan o debilitan las conexiones entre sí (la llamada plasticidad sináptica). Bueno, estas memorias resistivas que estudiamos tienen la capacidad de reproducir esta propiedad. Según los estímulos externos que se apliquen, se puede aumentar o disminuir su resistencia, favoreciendo o disminuyendo la conectividad eléctrica con su entorno. Nosotros estamos apuntando a entender muy bien cómo funcionan, para poder simular pequeños cerebros. Por supuesto, tenemos todavía que discutir con gente que trabaja en inteligencia artificial y en redes neuronales, como para hacer que estos pequeños dispositivos electrónicos se entrenen bajo ciertas condiciones de trabajo y aprendan un determinado funcionamiento, como reconocer números, objetos, etc. Es una parte del objetivo a largo plazo que queremos lograr”, concluye Acha.

Premio por dos

MeMOSat, Mecanismos de Memoria en Óxidos para aplicaciones Satelitales, es el proyecto que recibió uno de los premios INNOVAR 2012 en física aplicada. “Consiste en el desarrollo de una tecnología emergente para realizar memorias electrónicas permanentes y rápidas, llamada ReRAM. Estos dispositivos son sumamente veloces para conmutar entre estados, son miniaturizables y capaces de soportar ambientes adversos”, explican sus hacedores.

Ellos son: Pablo Levy, Néstor Ghenzi, Diego Rubí, Félix Palumbo, Carlos Acha, Laura Malatto, Liliana Fraigi, Eliana Mangano, Alejandro Schulman, María José Sánchez, Marcelo Rozenberg, Fernando Gomez Marlasca, Pablo Stoliar, Ariel Kalstein, Ignacio Alposta, Federico Tessler, Mercedes Linares Moreau, Cynthia Quinteros, Leticia Granja, Alberto Filevich, Christian Nigri, Federico Golmar, Francisco Parisi, Ana Gabriela Leyva, Cecilia Albornoz, Cecilia Fuertes y Andrés Stoliar.

Ésta no fue la única distinción, sino que en 2010 obtuvo el premio Dupont CONICET. En esa ocasión, uno de los líderes del proyecto, Pablo Levy, destacó que se trataba de “un espaldarazo a un trabajo en colaboración entre 25 personas, que pertenecen a 5 instituciones públicas”.
Se trata de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Técnicas (CONICET), Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), y la Facultadde Ciencias Exactas y Naturalesde la Universidad de Buenos Aires (Exactas-UBA).

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